EL DÍA DE LOS SANTOS
El dia amaneció nublado. No sería de extrañar que al final acabara diluviando, como tantas otras veces en las que el agua no era tan bien recibida. No había vez que blanqueara la fachada de la cueva que al dia siguiente le diera al cielo por soltar todo el agua acumulada.
Era el día de Todos los Santos y la víspera había dejado la tumba del abuelo impoluta. Como correspondía a estas fechas, visitó el cementerio para limpiar, pintar y adecentar la sepultura. Flores no llevaba ya que le hizo prometer al marido que no le pondria ninguna si ese era su deseo. Alrededor, todas la tumbas competían a ver quien llevaba los mejores y más grandes centros florales. Como si la honra a los difuntos se agrandara en proporción al gasto en ornamentos.
Una vez resuelto el tema del cementerio le tocaba el turno a los vivos. Se aseguró que las mariposas siguieran encendidas en el tazón con aceite para que la luz de las llamas honrasen a sus muertos y se metió en la cocina para preparar la comida típica de este día. En la olla grande de porcelana echó un par de hermosos boniatos, cuatro peras de invierno y bastantes castañas. Añadió azúcar y lo puso a fuego lento. Mientras se cocía el potaje, preparó la lumbre para asar las castañas que quedaban.
Todos los años repetía la misma rutina hasta aquel primero de noviembre que fui yo la que tuve que tomar el relevo.
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