EL CURA DE LAS CUEVAS (1968)

 El CURA DE LAS CUEVAS (1968)

        Era tiempo de canícula. A esas horas de la tarde, cuando el sol estaba más próximo a la vertical que al horizonte, pocos seres andantes osaban salir de sus respectivas viviendas salvo extrema necesidad.

Por las Cuevas de Guadix no se veía un alma, a excepción de un punto negro que se movía con cierta rapidez por uno de los cerros de la zona.

Tal punto oscuro no era otra cosa que don Rafael Varón, el cura de las Cuevas, que con su sempiterna sotana recorría cañadas y veredas ejerciendo fielmente su ministerio.

        No le estorbaba nunca ni el frío ni el calor. La lluvia y la nieve le alegraban el espíritu.  Pero el viento era otro cantar, pues cuando soplaba levante fuerte, se encomendaba a la Virgen de la Cabeza, patrona de su Alcudia natal, para que lo librara del dolor de testa que siempre se le presentaba en estos días.

        Hoy se enfrentaba a cuarenta grados a la sombra y mantenía una conversación consigo mismo en la que se arrepentía de haber salido tan pronto a realizar sus tareas pastorales.

La primera parada era en el Barranco del Armero, en una cueva como tantas otras, con su fachada encalada, la cortina de saco tapando la entrada que frenaba el polvo y los bichos y un poyete de cemento donde un hombre joven, curtido por el sol, liaba un cigarrillo con manos temblorosas

—A la paz de Dios.

—Buenas tardes, don Rafael.

—¿Cómo sigue la enferma?

—Más p 'allá que p 'acá. —contestó el joven con resignada indiferencia— Como no se dé usté prisa en ponerle la cruz en la frente, se va de cabeza al infierno.

—No blasfemes, Torcuato —le dijo dándole un tirón de orejas —Dios es misericordioso y perdona a los pecadores. A tu madre también.

—Lo que usté diga.

Y dejándolo con el cigarro en la boca, entró en la cueva para darle a la moribunda la extremaunción.

        Después de esta visita, otra vez cuesta arriba y resoplando, llegó hasta la vivienda de un anciano, al que confortaba con su charla un día a la semana.

Cuatro cuevas más visitadas y le estorbaba la camisa, los pantalones y hasta el alzacuellos. ¡Qué bochorno, señor!

Se acordó entonces el párroco de aquella  ocasión, en pleno invierno, en que se quedó sin sus calzones de pana por dárselos a uno más necesitado que él y llegó a la Ermita con la sotana pelada que casi le cuesta una pulmonía. 

        Y ya de oscurecida, en la Cueva Santa a la luz tenue de los velones, frente a su Virgen de Gracia, rezó, pidió y agradeció por todos y cada uno de sus vecinos, los Cueveros, para que salieran de la pobreza y no se alejaran de Ella.

«Mañana será otro día»

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