LOS SEGADORES


        Hace mucho tiempo, aunque no tanto como para olvidarlo, en un pueblo del sur, donde los inviernos eran gélidos y los veranos extremadamente secos y calurosos, daba misa y confesaba un cura orondo de panza y oriundo de ciudad. 
        En las fechas en que sucedió esta historia, la temperatura en las horas centrales del día no bajaba de cuarenta grados bajo el parral, por lo que nuestro páter no asomaba el hocico a la calle hasta bien caída la tarde o cuando era invitado a comer por el terrateniente del lugar, y se pasaba la mayor parte de la jornada en el confesionario, que estaba colocado estratégicamente en el lugar más fresco de la iglesia. 
        El sacerdote era famoso por sus sermones: además de ser más largos que un día sin pan, no tenían filtro alguno y lo mismo cargaba contra los jóvenes por no resistir a las tentaciones como que contaba con pelos y señales la disputa de dos vecinas, que, aunque prudente con los nombres de pila, no escatimaba detalles para que toda la feligresía supiera quienes eran las peleantas. 
Este día le tocó el turno a los campesinos. 

—Hermanos —empezó a sermonear desde el púlpito— el mejor trabajo que hay es el de los segadores. Sí, se pasan todo el día debajo de los olivos haciéndose aire con la hoz. ¡Quién fuera segador! 

Las mujeres de la concurrencia, en su mayoría esposas, madres o hermanas de labradores se miraban sorprendidas. No podían creer lo que estaban escuchando y eso que conocían bien al cura. 
Cuando a la noche llegaron a sus hogares, los hombres fueron puestos al día de la última ocurrencia del sacerdote. 

—Como lo oyes —decían cada una al suyo— que los segaores estáis todo el santo día a la sombra abanicándoos con la hoz. 

—Ese se va a enterar. Va a saber lo que es bueno en su propia carne. 
        El momento de la lección al curita no tardó en llegar.  Cierto día que regresaba a su sacristía después de almorzar en casa del señorico paró cerca de un haza donde se estaba recogiendo la mies. 

Los campesinos que lo vieron asomar con su negra sotana y el sombrero de paja salieron a su encuentro. 

—Buenas tardes, Padre. 

—A la paz de Dios, hijos. 

—Padre, venga con nosotros a la sombra, que vamos a partir una sandia fresquita. 

El sacerdote, a pesar de la comilona, no le podía hacer ascos a ese ofrecimiento por lo que se animó y siguió a los hombres al lugar. 

—Pero antes, échenos una mano con la siega —le dijo otro mientras ponía en su mano una hoz.
Al Padre le cambió la cara en un segundo. 

—¡Acabo de acordarme que tengo que dar una extremaunción!

—Es un momento. Mire, por ahí va el tajo. 

        No hace falta dar detalles de cómo acabó la cosa, basta con escuchar el sermón del domingo siguiente a los hechos. 

—Hermanos míos —empezó a hablar el cura— el mejor sueldo es el que se le da a los segadores. Porque cebada chica y cuesta abajo, ¡madre mía, qué trabajo! 

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