La señorita Carmen
Carmen se preparó como todos los días desde hacía más de veinticinco años, para ir al colegio. El bolso, la botella de agua, algo de fruta para la merienda y últimamente, la obligada mascarilla.
Cada vez le costaba más levantarse de la cama, sobre todo en invierno, pero una vez comenzada la rutina, entraba en calor y su vocación la animaba para enfrentar con ganas un nuevo día.
Tras recorrer muchos colegios, algunos bastante lejos de casa, había conseguido quedarse por la comarca y en ese pequeño colegio rural pensaba jubilarse.
Nunca llegó tarde a su puesto. Entraba a su clase y comenzaba a subir persianas, encender el ordenador, ponerse la bata...
Cuando sus alumnos entraban, ella los recibía con su mejor sonrisa, les daba los buenos días y para cada uno tenía una frase:
- ¡Anda, que bufanda más calentita traes, Manolo!
- ¡Qué trenza te ha hecho tu madre más preciosa, Rosi!
- ¡Qué chaquetón mas bonito trae Juanjo!
A David no podía decirle nada de bufanda, ni de madre, ni de chaquetón; todo ello le faltaba. Aún así, le pellizcaba la mejilla:
- ¡Te voy a comer esa cara de dulce que tienes!
Y es que David llevaba a cuestas tal mochila, falta de material escolar y llena de carencias, abandonos y penas que cualquier adulto no podría siquiera cargar.
Su pupitre estaba cerca del radiador para que no pasara mucho frío. La mayoría de las mañanas llegaba tal como se acostaba; su ácido aliento confirmaba que estaba en ayunas, por lo que la seño Carmen, como premio por hacer alguna tarea, le daba un par de almendras o nueces para engañar al hambre hasta la hora del recreo.
La misma ropa le servía tanto para lunes como para domingo. Tuviera educación física o fiesta de Navidad no variaba mucho su vestimenta: zapatillas un número inferior al suyo y un chandal de mercadillo.
La señorita Carmen procuraba ser justa con todos sus alumnos pero con David echaba el resto y de forma inconsciente le salía la vena maternal, prestándole una atención especial. Deseaba que las cinco horas que pasaba en el colegio fueran productivas y salvadoras. Una isla en medio del océano plagado de tiburones que era su día a día fuera de la escuela.
A la salida, lo veía marchar hacia el comedor con alegría; por lo menos comería caliente. Y eso le aliviaba algo su tristeza.
“Mañana será otro día, se decía con resignación.
Si lo veo en foto o en vídeo estoy segura de que no lo veo tan claro.
ResponderEliminarQué maravilla. ¡cómo escribes Mercedes!
😀
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