LA CASA DE LA AZUCARERA
Ana salió a dar un paseo por el barrio de la Estación. Llevaba toda la tarde estudiando y necesitaba estirar las piernas y de paso sacar a la perra.
A esas horas la temperatura era muy baja y aceleró la marcha al ritmo de la música que iba escuchando en los auriculares de su móvil para entrar pronto en calor. Sus pasos la llevaron hasta la carretera principal y en lugar de subir hacia su izquierda y pasar la vía se dirigió a la Iglesia. El ángel negro de la fachada estaba levemente iluminado por la luz mortecina de una farola que sombreaba las partes que no recibían la claridad de la misma.
No le hacía mucha gracia caminar por el arcén ya que los coches pasaban a veces a gran velocidad así que cruzó al otro lado donde se levantaba la enorme mole de la chimenea de la antigua azucarera.
Pensó que con un par de vueltas alrededor del recinto completaría los diez mil pasos programados para la jornada.
Justo a su izquierda estaba la casa abandonada, que, a pesar de su deterioro, mostraba algo de señorial y misteriosa. Su ojos se giraron involuntariamente hacia la primera planta y creyó ver una sombra a través de la desvencijada ventana. Sintió un escalofrío recorrer su cuerpo y todo el vello se le erizó a la vez que dejaba de sonar la música en el móvil sin haberlo tocado.
Ya no le apetecía pasear más. Giró sobre su talones para desandar el camino y tropezó con una muchacha más o menos de su edad.
La perra comenzó a ladrar nerviosa a la extraña que le acariciaba entre las orejas y Ana se agachó para tranquilizarla. Cuando estuvo a la altura de los ojos del animal escuchó la voz más enigmática que jamás escuchara.
-No te asustes. No soy nadie.
Descubrió entonces que en el suelo faltaba una sombra; solo estaban la de su perra y la suya.
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