PENITENTE

Érase una vez un penitente, de los muchos que en Semana Santa acompañaban a sus Cofradías. Desde días antes, el hábito estaba lavado y planchado, listo para que el Viernes Santo realizara su Estación de Penitencia.

Llevaba muchos años cumpliendo la tradición, pero, a pesar de la experiencia, cada vez que se vestía para la ocasión, miles de mariposillas revoloteaban en su estómago como si fuera la primera vez. 

Hacía más de cuatro décadas que con la túnica blanca como las fachadas de sus cuevas y la capa de luto, bajaba por la Cañada de los Perales formando parte de la Hermandad más bonita de Guadix, sin atrasar a los presentes.

Había vivido momentos muy emocionantes, unos tristes y otros felices. Días de calor, de frio y de viento. Algunos pocos, de lluvía convertida en lágrimas. 

No era sencilla la misión. Por delante tenía un largo recorrido hacia el centro de la ciudad, que lo esperaban expectantes. La capucha indomable, sujeta con la mano libre para que los ojos cayeran en su lugar y poder ver sin ser reconocido. Sonriendo con la mirada a los niños que le rozaban apenas con las yemas de los dedos el suave raso negro que ondeaba a su espaldas y acariciando con su mano enguantada la cara asombrada de los pequeños. Sabía que miraban sus zapatos para adivinar si era hombre o mujer.

El regreso se hacía eterno cuesta arriba, con la única compaña de la gente del barrio, que animaba al cortejo en silencio para que esos pies cansados siguieran la marcha.

Y al fin, al filo de la medianoche, las puertas del templo se abrían para recibir al Señor Descendido y a todos los que, con gran devoción, se abrazaban y santiguaban pidiendo salud para el año siguiente.

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