SAN ANTÓN
Estábamos a mediados de enero.
Todos los niños del barrio quedaban por la tarde, después de las clases, para ir a buscar leña para las luminarias que tendrían lugar la víspera del día de San Antón. Tenían ya vistos los lugares donde podían conseguirla pero hasta última hora no querían amontonarla en el sitio elegido ya que era bastante probable que otros grupos de jóvenes como ellos les quitaran lo recogido con tanto esfuerzo y chafarles el invento. Sucedía desde siempre el que estuviera ya montada la hoguera y esa misma mañana amanecieran solo cuatro palos mal puestos. La rivalidad entre pandillas no entendía de propiedad privada y era cosa común el "coge lo que puedas y tonto el último”
En cuanto anochecía, las llamas iluminaban el pueblo. Un resplandor rojizo y el humo elevándose aquí y allá avisaban que la fiesta había comenzado. Cohetes y petardos sonaban por todos lados, asustando a los más despistados.
Alrededor de cada luminaria se reunían familias enteras. El más veterano, horca en mano para atizar la lumbre, se encargaba de vigilar que nadie se aproximara más de la cuenta ni que ningún gracioso tirara al fuego material explosivo: se trataba de quemarle las barbas al santo y pasar un buen rato, no de tener que lamentar una desgracia.
- ¡Viva San Antón, que se comió los higos y dejó el pezón!
- ¡Y el que no diga viva, se le seque la...barriga!
Mientras, la carne se asaba en las brasas y entre panceta, chorizo y vino del país iba disminuyendo la lumbre hasta que solamente quedaba el tronco más grueso en ascuas.
A la mañana siguiente, montones de cenizas aún humeantes, mostraban los restos de la fiesta nocturna y los hombres, con sus monturas, se dirigían a la Ermita de San Antón para dar las nueve vueltas de rigor y pedirles al Santo protección para sus animales, que eran sobre todo, su sustento.
A la vuelta, cargaban con pesadas bolsas llenas de dátiles, higos pasados, zanahorias moradas y ”cañadú”. Las tradiciones estaban para cumplirlas.
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