DESCENDIMIENTO
El Viernes Santo es Cuevero.
El barrio está de luto, pero el precioso atardecer se empeña en negarlo. Los postreros rayos de un sol radiante se cuelan a raudales por la puerta de la Ermita, abierta de par en par para dar paso al Descendimiento.
En la Plaza del Padre Poveda hay tantos sentimientos como personas. Esa abuela en primera fila para ver, aunque sea solo los pies de su nieto que se estrena de costalero y al que cree reconocer por las zapatillas nuevas. Ese niño que busca con ansia los ojos de su madre en la fila de penitentes. El hombre que se conforma con ver desde fuera el paso que un día no tan lejano llevó sobre sus hombros y que por problemas de salud, ya no puede. Ese penitente que, con lágrimas en los ojos, va acumulando años de promesa: "Mientras pueda te acompañaré, Señor".
Y todos, en el recuerdo, tienen a alguien que se fue y que hoy, más que nunca, echan en falta. Las Cuevas, blanquísimas de cal franquean el paso al cortejo. Padres, hijos y hermanos bajo la misma trabajadera. Amigos de costal. Ya vamos, Guadix, ordenados y puntuales. Demostrando una vez más que la humildad no está reñida con el saber estar.
El recorrido parece ser eterno. En el regreso, las fuerzas flaquean, pero los cueveros y accitanos que nos acompañan nos impulsan en cada levantá con sus aplausos. ¡Vamos, que ya falta poco!
Pero esas dos cuadrillas valientes no quieren que acabe y en los últimos metros entregan hasta el alma con esa chicotá.
La Iglesia está vacía. La luces se apagan y en la penumbra se siguen escuchando el eco de los últimos acordes, las palabras de buenos deseos y los abrazos. Y en su rincón, la Virgen de Las Penas, con sus Siete Santos, parece que sonríe.
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