MISERICORDIA, SEÑOR

 La noche es fría, bastante fría para esta época.

La gente de allí abajo, que es como los llamamos los de aquí arriba, suben en masa a La Ermita Nueva.

Muchos son jóvenes, que con la excusa de ir a ver la procesión del Cristo, consiguen el permiso para llegar tarde a casa: "Hasta que se encierre el Santo, mamá”.

Caminan cuesta arriba en bandada. Grupos aquí y allá hablando fuerte. Llegando por los Lavaderos, las luces de las farolas se apagan de pronto y las mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, se agarran del bracete entre risitas nerviosas y susurros.

En la Plaza del Padre Poveda no cabe un alfiler. Las puertas del templo se abren y tres tambores roncos rasgan el silencio de la noche con su redoble monótono, avisando del inicio de la marcha. 

Los contornos de los cerros se perciben con la brillante luz de la luna casi llena y las filas de penitentes van avanzando por las calles del barrio de las Cuevas, con sus farolillos casi a ras del suelo, alumbrando el camino.

Enfilando la Cañada de los Perales aparecen las almenas de la Alcazaba iluminadas para guiar esos pasos racheados de los portadores. Séptima estación. "Jesús cae, por segunda vez".

Silencio. Silencio blanco. Sones de trompeta que desatan escalofríos en los presentes.

La gente aligera el paso recortando camino por la Solana de Santiago con la intención de llegar pronto a la Placeta del Apóstol y coger un buen lugar. Ya casi no hay sitio. 

La mecha se mueve bajo el balcón de Peñaflor y en un instante, una cascada de lágrimas incandescentes acompañan el paso de la Cruz en su descenso pausado, y en cada corazón, por un instante, hacen que broten las palabras: “ Señor, pequé, ten piedad y misericordia de mí”

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