PRIMAVERA


Llegaba la primavera y era como si una explosión de vida nos alcanzara a medio camino mientras nos disponíamos a guardar los leotardos y las rebecas hasta el invierno siguiente. Febrero loco se iba dando la lata hasta última hora y para el mes de San José, aunque todavía hacía fresco, todo estaba verdeando.

Los niños volviamos de la escuela andando pues pocos coches entorpecían nuestro camino y en el trayecto, siempre despacio, nos sucedían la mayoría de nuestras aventuras infantiles.

Rara era la tarde que no nos diera por perseguir algún gato o perro, o dar patadas a una piedra o lata que llevábamos hasta nuestro destino. Siempre nos encontrábamos con otros niños, enemigos principalmente, con los que cruzábamos algunas palabras de más. Dábamos rodeos por otras calles con el fin de alargar la conversación con nuestros íntimos e incluso nos atrevíamos a cazoletear en alguna casa abandonada.

Para cuando llegábamos al hogar, las madres andaban  ya preocupadas, casi a punto de salir a buscarnos, pero que al vernos asomar, con las carteras a la espalda, respiraban tranquilas mientras nos regañaban suave. La merienda, pan con mantequilla y azúcar la mayoría de las veces, entraba sóla, con ese hambre que da la juventud que hacía que nos comiéramos las piedras. Y eso que a esas alturas llegábamos medio merendados, ya que en el mismo colegio nos encaramábamos a la verja para alcanzar las blancas flores de la acacia, llamadas por nosotros piojos, que comíamos con deleite.

Más adelante, en toda la orilla de la carretera, las malvas se llenaban de unos botoncillos verdes que decíamos panecillos, que también iban al buche. 

Mientras, en el ambiente, flotaban los bulanicos de los álamos que apartábamos entre risas soplando los que se arremolinaban en los rincones.

La naturaleza ¡qué hermosura!

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