LA VEJEZ DEL CAMPESINO

 LA VEJEZ DEL CAMPESINO - 2º Premio Certamen Relató breve  El sombrero de tres picos 

Se mira las manos. Primero las palmas y luego el otro lado. Varias veces, como para cerciorarse que las ha visto bien. Están esclarecidas. No como antaño, que de tanto sol y tanta tierra las tenía negras como el carbón y no había forma de quitarles esa roña que parecía que estaba incrustada en la propia piel a modo de tatuaje. El mismo día de su casamiento le llevó una hora larga intentando dejarlas lo más decentes posible; le avergonzaba sobremanera que en el momento de colocarle el anillo, la novia pusiera mala cara y pensara que se estaba desposando con un dejado. Los callos de las palmas, las borregas y las grietas fueron más difíciles de arreglar para aquella jornada tan señalada. A duras penas y con múltiples remedios caseros consiguió disimular los efectos de la azada y el arado. Para ello llevaba días usando su propia orina y lavándose después con el jabón de sosa que hacía su madre. Tambien se rebozaba las manos en manteca al acostarse, pero ni con esas logró que sus caricias fueran suaves en la noche de bodas. Nada que ver como las tiene ahora, de cuidadas y blanquitas.

Desde que sufrió aquel ictus que lo dejó con medio cuerpo paralizado, apenas va un par de días a la semana y casi tiene que suplicarle a algún hijo o nieto para que lo lleven a dar una vuelta al haza.

Casi siempre en sábado o domingo, lo acercan con el coche para conformarlo y allí, cayado en mano, va paseando entre los surcos medio desmoronados y secos, repletos de malas hierbas, y se acerca a los olivos y a los almendros, viendo si las últimas heladas han hecho mucho daño, aunque de nada sirve si al final los frutos se quedarán en los árboles.

¡Cómo él tenía la tierra! Daba gloria ver la perfección geométrica de los surcos, emparejados por cultivos: aqui las cebollas, los ajos al lado y alrededor, calabazas. Las hortalizas de verano, sembradas a partir de semillas de las mejores del año anterior que guardaba en tarritos con el nombre escrito: "Tomates de pera”, 'Picantes', “Pepinos". Primero bajo el plástico a modo de túnel y ya crecidas, en el exterior.

Cada mañana, bien temprano, empezaba el ritual: labraba varios arroyos quitando las hierbas indeseadas, enderezaba las matas caídas y aplastaba terrones sueltos. Entresacaba frutos de los árboles o recogía los maduros. Tomaba un bocado a media mañana, casi siempre algo de lo que daba la tierra y continuaba la tarea. En primavera y verano había mucho más trabajo, echaba toda la jornada allí y volvía a la caída del sol, subido al carro que tiraba la mula torda, a descargar en la despensa de la cueva lo que hubiera recolectado a lo largo del día.

Cuando el campo ya no daba lo suficiente para el sustento de la prole, buscó trabajo en la obra y redujo la siembra, dejando sólo lo necesario para la casa.

Al jubilarse regresó con más ganas pero con menos fuerzas y plantaba de todo para la familia, ya crecida y multiplicada. Hasta el día de la embolia maldita.

Meses sin pisar la vega y después, esperando como pidiendo limosna que alguno lo lleve para ver, con tristeza, una tierra en barbecho.

Pero un domingo, el nieto mayor se ofrece a llevarlo al campo y allí, sentados en una caja de la fruta bajo un almendro ya florido, le dice el joven.

- Abuelo, estoy pensando en quitar esos hierbajos y sembrar unos arroyos de patatas. 

Asombrado y emocionado el abuelo lo mira con ojos brillantes. 

- Pues recuerda que para San José tienen que estar puestas. 

Todavía queda esperanza.

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