CASCAMORRAS
9 de septiembre. La mañana es calurosa lo que augura un buen día.
El niño se levanta más temprano que lo acostumbrado pues en los primeros momentos de vigilia le asalta una preocupación: no ha comprado aún la almagra para pintarse esa tarde. Ya se lo llevaba avisando la madre, pero con el jaleo de los días de feria se le ha echado el tiempo encima y apenas faltan unas horas para el gran momento, el del Cascamorras. Pero ese olvido le va a traer más dolor de cabeza. No se acordaba que es festivo y las tiendas están cerradas. Su gozo en un pozo.
Pero
no se amilana y coge el móvil mandando mensajes a varios de sus amigos. Uno
contesta: «Sí, tengo pintura». Respira tranquilo. Ya que está levantado decide
preparar la ropa para la carrera. En el cuarto de desahogo guardó las
zapatillas más viejas y en su armario tiene una camiseta que se manchó de
lejía. Un pantalón rabicorto completa su vestuario.
No son las cinco y el niño ya está con el
amigo preparando los botes con la almagra mezclada con agua. Bien espesa. Le
mete prisa al padre para que acabe de echarse el aceite por las piernas y brazos
con el fin de que después salga bien la pintura, aunque sabe por experiencia
que las uñas y otras partes de su cuerpo seguirán manchadas de rojo durante
algunos días.
Ya
preparados, el padre y el hijo se dirigen al barrio de la Estación. Muchos como
ellos suben charlando alegres y echándose líquido de las botellas. Para cuando
suenan los cohetes que anuncian la salida, solo llevan impoluto el blanco de
los ojos. Murmullos que se convierten de pronto en ruido ensordecedor. Cientos
de gargantas gritando al unísono: «¡Esto sí que es, un Cascamorras!»
Los más adelantados ya están en el puente del
río. Al poco, la marea roja les alcanza y tiene lugar la jura de bandera ante
los accitanos que los esperan ansiosos y emocionados. «¡Cascamorras,
Cascamorras, oé, oé, oé!» Sonidos atronadores, cánticos, aplausos y agua. Más
agua. El caño de Santiago, las mangueras de los bomberos y cubos desde los
balcones, van dejando un reguero del color de nuestra arcilla por las calles.
Saludan
desde el Ayuntamiento y el Obispado. Sube la marabunta por la estrecha calle y
el niño se ve de pronto frente al Cascamorras, que voltea su porra intentando
alcanzar a algún despistado. Este lo mira, le guiña un ojo y le da suavemente:
“esto te dará suerte”. Con la sonrisa en el rostro sigue de cerca a su héroe.
Ya no le asusta. En esos momentos lo decide. «Yo seré algún día Cascamorras»
La
Iglesia de Santo Domingo se abre para recibir al personaje que no ha conseguido
traer la Virgen de la Piedad a Guadix. Nadie quiere que esto acabe. Después del
último ondear de la bandera y aclamado por cientos de voces, se santigua
mirando al cielo. " Gracias, Virgencita y salud para el año que viene”
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