LOS MANTECADOS
Llegué del colegio helada de frío y muerta de hambre. El entrar en la cueva supuso un alivio para lo primero: ese calorcito que salía desde las entrañas de la tierra sentaba más que bien. Aún con ello, el brasero de picón bajo la mesa de camilla, desprendía más calidez al ambiente cada vez que la abuela, manos expertas en este menester, le echaba una "firma" con la paleta de hierro.
Para lo del hambre necesitaba más que calor; al mediodía había lentejas para comer y yo me apliqué el final del refrán: " ... y el que no, las deja” y más de medio plato escarabajeado quedó en la mesa.
Por ello las tripas rugían como un león.
En la cocina encontré poca galguería para consolar mi estómago y de pronto recordé que mi madre ya había comprado la caja de mantecados para la Navidad, que estaba próxima.
Conociendo lo galgos que éramos mis hermanos y yo misma, hizo como todos los años: guardarla en el último rincón de la cueva, pues sabía que si dábamos con ella, para Nochebuena sólo quedarían intactos un puñado de mantecados de limón y otros tantos de canela, que eran los que menos nos gustaban.
Pero como siempre, teníamos la necesidad de buscarla y aquella tarde, aprovechando que todos estaban entretenidos con Barrio Sésamo, me deslicé como una culebrilla en los dormitorios. Rebusqué y miré por los escondites de otras veces: bajo las camas, en los cajones de la peinadora, en la alacena. Nada. Volví sobre mis pasos y abri el armario de mis padres. A simple vista tampoco estaba.
Pero en la parte más alta, allá donde no alcanzábamos, creí ver algo oculto bajo la colcha de verano. ¡Ahí estaban los mantecados!
- ¡Niña!
La cuca de mi abuela, sospechando por mi tardanza, me sorprendió hurgando en el mueble.
- No hay nada para merendar y quiero un mantecado.
- Eso es para las Pascuas. Hazte un bocadillo de mantequilla y azúcar y andando.
Viendo que no me bajaba del burro negando con la cabeza, me ayudó a alcanzar la caja y coger un mantecado de almendra, que aplasté con mi mano antes de abrirlo y comerlo después con deleite sin salir siquiera del cuarto.
Y por el rabillo del ojo vi como la abuela deslizaba otro dulce en el bolsillo de su delantal de cuadros negros. A ella también le gustaban los mantecaillos.
Comentarios
Publicar un comentario