LA VERDAD DEL CAMPESINO
Se levanta cuando amanece, en el momento en que el sol asoma por el oriente y empieza a calentar los cerros de arcilla que lo vieron nacer y lo verán acabarse.
Ya va por el otoño tardío de su vida y el campo sigue llamándolo. Y como lo llama con cariño, él, agradecido, cumple.
No es lo mismo que antaño, cuando la tierra les servía de sustento, pero todavía es provechosa y no la abandona al barbecho.
Esas tres fanegas menos unos cuantos celemines le dan la vida; no sólo la física, sino sobre todo la mental.
El quitar las malas hierbas, arar cuando toque, la siembra en su fecha, proporcionarle la cada vez más ansiada agua y por último, recoger el fruto de su trabajo, le supone el ánimo para levantarse cada día.
Así desde que con catorce años su padre le compró una mula y lo mandó a la vega y han pasado casi siete décadas de eso.
Cuando no tiene que comprar abono, son las plantas, cuando no, tiene que arreglar la mulilla. O le da por sembrar frutales y más desembolso. Y paga el reparto de acequia y la contribución. Un no acabar de gastos.
Si el año se da bien y la cosecha es espléndida, lleva lo que no se va a comer a la plaza y cuando le pagan llega el momento más decepcionante, el que lo hunde y le recuerda que con razón le decían que el campo es una miseria.
Esa miseria que le dan por unas calabazas hermosas, por cebollas tiernas, por las patatas rojas o coles como balones, no cubren ni una quinta parte de lo que ha invertido en ello, sin contar con su sacrificio. Una pena.
Y ahora a todos los que conocemos como este hombre, mi padre, quieren meterlos en el mismo saco que a los terratenientes que tienen decenas o centenares de hectáreas regadas por los euros de subvenciones. Vergüenza debería de darles.
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