EL CRISTO DE LOS CARPINTEROS

 Allá por los años ochenta, cuando nuestra semana de Pasión todavía se vivía con el corazón y no con las apariencias, llegó el MartesSanto.

Casi a la atardecida hacía su salida el Cristo de la Flagelación de la Iglesia de Santa Ana.Empezó a andar el cortejo y las primeras filas eran de niñas ataviadas de samaritanas, con sus velos granates, siempre escurridizos y sujetos por los imperdibles de su atentas madres.Entre ellas iban mis dos amigas santaneras, que, al verme, me saludaron tímida pero alegremente. No sé quien se sentía más orgullosa, si ellas en su digna posición o yo por recibir la atención de la protagonistas de la noche. ¡Qué sana envidia despertaban en las que las veíamos desfilar!

Las niñas ya se perdían por el Arrecife cuando divisamos el trono, magníficamente tallado por manos accitanas y con las escenas de Pasión policromadas. Y el Señor atado a la columna. Esa talla de tanto valor artístico que a su paso hacía inclinar las cabezas con un único pensamiento: 'Por mis pecados lo mataron”. Imagen del vivo dolor infligido por el judío malo, como decía mi madre, con la mano alzada para flagelar a su Rey, nos conmovían como ninguna otra.

Y por esas callejuelas estrechas acompañado de su gente, subía recorriendo despacio el barrio, el Cristo de los Carpinteros, el Señor de Santana.

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