NIEVE DE ABRIL
Corría el día trece de abril, del año no me acuerdo, pero sería en el 57 ó 58 del siglo pasado. Yo tendría a la sazón quince o dieciséis primaveras.
Había dejado de ser un bachiller pobre pero afortunado, a tener a mis órdenes una mula joven y brava que me convirtió en un pobre campesino. El motivo es largo de contar y tampoco viene al caso. La cuestión es que, aquel día de abril, partimos dirección a Lugros con las bestias, mi padre y yo, el primo y su hijo y el vecino del cerro de atrás, para traer unas cargas de raíces de encina que alimentaran las chimeneas el invierno siguiente.
Calentaba tanto el sol que al llegar al lugar, nos estorbaban hasta las camisas.
Nos pusimos a la tarea sin prisa, pues quedaban bastantes horas de luz como para realizar nuestro cometido de sobra.
Por allí pasó un pastor con su rebaño y se nos acercó.
- Metedle mano que se va a liar una buena de agua.
Los cinco nos echamos a reír. No se veían nubes en el cielo azul salvo algunas blancas en el horizonte y el calor tampoco indicaba que pudiera llevar razón.
¡Qué equivocados estábamos! Al poco, unos goterones nos dejaron en evidencia.
De las dos cargas que pensábamos traer de vuelta nos tuvimos que conformar con una y eso que ayudamos al vecino pues no le daba tiempo para la suya.
El camino de regreso lo hicimos con el cielo negro como la noche a pesar de ser mediodía y una lluvia tan persistente que nos caló hasta los huesos. Llegando a la Rambla de Paulenca ya eran copos de nieve lo que soltaba el cielo y al llegar a nuestras cuevas, el espesor blanco era de cuatro dedos lo menos.
A la mañana siguiente, día de la República, medio metro de nieve cubría toda la superficie y los viejos, a pesar de temer por la suerte de sus habas verdes, ya granadas, se alegraban, pues como reza el refrán: “Año de nieves, año de bienes”
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