EL OLIVO Y LA PALMERA
Había una vez un olivo que vivía tan feliz en el lugar más privilegiado de una finca. Lo habían plantado justo en el centro de la placeta hacía más de un siglo en lo que antes fuera una alfarería. En su larga existencia había vivido bastantes sequías, nevadas extraordinarias que cubrieron su áspero tronco de fría nieve, vientos huracanados, plagas y un par de guerras. Perdió varias ramas, muchos frutos en años malos y a punto estuvo de desaparecer. Pero con el cuidado de sus sucesivos amos, siguió creciendo feliz y contento.
Cierto día, la tierra que lo rodeaba y cubría comenzó a temblar. Nunca había sentido un azadón tan cerca. Pensaba que era el final. Cúal sería su sorpresa al descubrir que a su lado habían plantado una palmera.
- ¿Qué demonios haces tú aquí? -preguntó el viejo olivo- Esta es mi tierra desde tiempos inmemorales, no va a venir una forastera a quitármela.
- A mí no me culpes, yo estaba tan a gusto al lado de la playa cuando me arrancaron para traerme a este lugar tan árido y a la vez tan frío. Pero ya que estoy aquí, lucharé por sobrevivir, no me queda otra.
Estaba claro que ese rinconcito era demasiado pequeño para los dos y ninguno iba a dar su brazo a torcer.
Las mismas atenciones que recibía el olivo se emplearon con la palmera, pero ésta se resistía a crecer.
El olivo se sentía satisfecho a medias. No iba a dejar que las raíces de la otra se aferraran a su terreno y le quitaran alimento, pero a la vez, sentía cierto pesar al ver morir a un ser vivo como él.
Pasaron meses, años, y la palmera agarró. Creció tanto que llegó a darle sombra al olivo y una primavera, una rama de dátiles dorados adornaron sus palmas.
El olivo, mientras tanto, seguia aferrado a su suelo; daba periódicamente sus aceitunas de agua a su amo y el tronco rugoso y gris seguía sumando años.
Sin que ellos lo imaginaran siquiera, la tierra proveyó para los dos. Sus raíces crecieron hacia abajo buscando los nutrientes y el agua y llegó un momento en que las raíces de la palmera y del olivo se abrazaron y juntas siguieron aferradas a esa rica tierra viviendo en comunión muchos años más.
¡Cuánto tienen que aprender los humanos!
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