LA MATANZA
Llegó como cada año llega, el mes de diciembre, y con él, la matanza. Ese berenjenal en que se metían las familias pobres para abastecerse de proteinas los siguientes doce meses.
El día de la Purísima estaba marcado más que en rojo en el almanaque de la Caja General de Ahorros, que, colgado de una alcayata detrás de la puerta, contenía ya la última hoja. Igual que estaba grabado a fuego en la masa gris del cerebro que para ese día de la Inmaculada Concepción, los cochinos cuidados y engordados durante meses en la marranera, pasarían a mejor vida.
Todo estaba preparado para la misión: los ajos pelados, el pan y los pimientos tostados, las especias listas, las tripas en agua y la cebolla, ¡ay, la cebolla!, que daba más trabajo que la matanza entera. Pelarla, picarla, cocerla, escurrirla...
Esa conjunción de olores nos llegaba desde que salíamos del colegio. En la mayoría de las casas hasta llegar a la Ermita Nueva y más allá, hasta el Tejar o las Cuatro Veredas, se estaba haciendo lo mismo.
Las lumbres, permanentemente encendidas con agua calentándose despacio y sin pausa y con las patatas asándose bajo sus ascuas, soltaban por las chimeneas el humo mensajero de lo que se estaba cociendo.
Los jóvenes intentábamos escaquearnos de los trabajos menos agradables, que eran: las tripas, pelar cebollas, estar de mandaeros ..., y sólo queríamos picar la carne, catar las distintas masas y jugar con palos en el fuego.
- ¡Niños, dejad la lumbre que os vais a mear en la cama!
Estar al lado de la caldera hirviente estaba prohibido para nosotros y por ende, era lo que más nos atraía.
Una vez muertos los cerdos y colgados, había una tregua que se rompía al amanecer, para empezar a deshacerlos, una vez que les había caído el hielo nocturno.
Ya no había descanso para los mayores, salvo para picotear algo de carne con vino del país entre faena y faena.
Los niños nos teníamos que apañar con la comida del mediodia, que en el caso de que fuera higado encebollado, hacíamos ayuno intermitente.
Tras la morcilla venía el chorizo, la salchicha, la sobrasada y por último, la butifarra, que había que embutirla a toda prisa para que la masa no se enfriara.
Trabajo y más trabajo. Pero también había risas, cuando los mayores, ya caída la noche, contaban viejas historias al calor del fuego y los chiquillos, a escondidas, hacían cigarros con la matalahúva que habían sisado de la bolsa de las especias
Después de varios días de duro trabajo, los techos del portal rebosaban y goteaban de esos manjares exquisitos y más que necesarios para la supervivencia de la familia. ¡Cualquiera se hacía vegano!
Lo cuentas todo tal cual yo también lo viví
ResponderEliminar