EL CENTRO COMERCIAL
Iban a dar las cinco. Hoy se le había hecho tarde y aceleró el paso a lo que le daban sus cansadas piernas.
No perdió tiempo con los escaparates, total, no tenía ninguna intención de comprar cosa alguna, para eso tenía el mercadillo de los sábados y sus tiendas del barrio.
Se dirigió directamente a la zona del supermercado: era el momento de la merienda y sabía los lugares estratégicos donde las marcas promocionaban sus productos; allí podría echarse algo al buche y saciar un poco el hambre hasta la hora de cenar.
El nuevo sabor de un zumo de los caros y embutidos tocaron esa tarde. Las muchachas ya la conocían y a veces le daban ración doble. Bueno era.
Siguió por los pasillos de productos de limpieza y esta vez consiguió unas muestras de champú y acondicionador. Menos da una piedra, pensó. Y salió sin comprar nada.
De ahi fue al baño. Sacó papel higiénico para un par de días, enrollándolo en un rollo vacío que llevaba y recargó un botecito del dispensador de gel hidroalcohólico para su bolso.
Ya tocaba descansar. Los sillones eran cómodos para echar un par de horas de reposo. Desde ahí veía el ir y venir de gente sonriente cargada de bolsas de tiendas varias. En la época de rebajas se multiplicaba por tres el bullicio consumista.
Casi era la hora del cierre. Fue a la cafetería de siempre y pidió un café solo y varios azucarillos. Lo endulzó con medio y los restantes los echó al bolso; ya tenía para varios desayunos.
Todos los lunes y jueves realizaba la misma rutina. La mísera pensión de viuda que le había quedado no le llegaba para casi nada. Allí en el centro comercial podía pasar la tarde calentita ahorrándose la luz y agenciarse algo para la casa, todo por un euro.
¡Qué dura era la vida de vieja pobre!
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