POR LOS CERROS DE GUADIX

 Y este niño sin asomar. Nada, que no escarmienta. Por más que se le diga que no esté tanto en la calle. Es incorregible. Si es que es igualico que su padre, una habica que Dios partió. Cuando lo pille lo voy a traer arrastrando de las orejas. Cuidao con los disgustos que me da”

Con este rosario de quejas iba cavilando Mariquilla mientras recorría la cañada de punta a punta.

El potaje de habichuelas ya estaba apartado de la lumbre desde hacia buen rato, cuando dieron las dos en la Catedral. Había cogido al pequeño Santiago del suelo y apoyándolo en la cadera como si llevara un cántaro de agua, salió a buscar a su hijo mayor por el barrio.

- Carmina, ¿ha visto usted a mi Manolito?

-No, María. Hoy no lo he visto. Estará jugando con los niños de la Ramona.

Y siguió la muchacha, cerro arriba bajo el sol abrasador de julio.

-Ramona, ¿has visto a mi Manolito?

- No, Mariquilla, no lo he visto.

Más que enfadada ya estaba preocupada. Nunca había tardado tanto su niño en aparecer a la hora de comer, ¿y si se había caído por algún tajo?

Casi sin aliento llegó al final de la vereda. Allí, al lado de una mata de tomillo reconoció el pelo negro azabache de su Manuel.

-¡Mamá, mamá! Mira- le gritaba el chiquillo mientras se acercaba a su madre- He cazao tres alacranes. Son para sacarles el veneno y tenerlo guardado por si le pica a Santiaguillo otro como ayer. Así lo curamos pronto.

Todo el enfado, los tirones de orejas y el disgusto se le pasó de pronto a Mariquilla  cuando vio a su primogénito con los animales guardados en un tarro de cristal para hacer el antídoto contra la ponzoña del escorpión,  su frente morena perlada de sudor  y su sonrisa mellada en la boca.

- Venga, vamos a la cueva que es la hora de comer. 

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