LA CUNA
Tati le dio al balón demasiado fuerte con la
mala fortuna de ir a colarlo por un hueco abierto en la parte baja de la puerta
de la casa abandonada.
—¡Mira que te gusta tirar fuerte! A ver ahora qué
hacemos.
—Tranquilo hermano, yo voy a por él.
—¡Qué dices! ¡Ahí no podemos entrar!
Los niños del barrio habían jugado desde siempre en
esa zona pero seguían a rajatabla las advertencias de los mayores: «a esa casa
no os acerquéis que está muy vieja y se os puede caer encima».
Con el rostro desencajado, el pequeño vio como su
hermano se colaba por donde segundos antes perdieron de vista la pelota,
apartando una tabla más para que cupiera su menudo cuerpo.
Tati se sacudió el polvo de sus rodillas y de sus manos mientras los ojos se
iban habituando a la oscuridad.
Su curiosidad innata le había llevado en alguna
ocasión a asomarse a las ventanas, escudriñando el interior a través de
rendijas en los postigos descuadrados por el abandono. Sabía así que si giraba
a su derecha llegaría a una habitación donde creía haber visto las tablas de
una cuna. Sus pasos vacilantes lo llevaron hacia allí, atraído como por una
fuerza poderosa.
La puerta estaba entreabierta, solo tuvo que empujarla
suavemente y el sonido de los goznes oxidados se mezcló con los fuertes latidos
de su corazón.
Un haz de luz polvorienta incidía directamente sobre
una cuna blanca que reconoció al instante y en la que se adivinaba entre los
barrotes la silueta de un muñeco de peluche. Fuera, el hermano le explicaba a
su madre que el balón se había colado por un agujero y Tati había entrado a
buscarlo.
Un escalofrío recorrió la espalda de la mujer. Ella sabía algo que los niños
desconocían. Ella fue testigo de los hechos, casi dos décadas antes, cuando la
dueña de esa casa se quitó la vida colgándose de la reja de la terraza al no
poder superar la muerte accidental de su niña de apenas un par de años al
atragantarse con un tornillo de la cuna.
Tati se acercó tembloroso. Rodeó la cuna para verlo
mejor y un grito se le quedó ahogado en la garganta.
La niña levantó hacia él la vista mientras intentaba
ponerse de pie aferrándose a la torcida barandilla. Retrocedió entonces hasta
chocar con la pared mientras la pequeña se aferraba el cuello con sus huesudas
y blancas manos.
—¡Tati!
Al oír su nombre, sus músculos perdieron la rigidez impuesta por el terror y tropezando con todo a su paso, salió de la casa por donde había entrado.
—¡Vaya cara traes, ni que hubieras visto un fantasma! —le
dijo el hermano con sorna— ¿y el balón?
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